Fue la última morada del maestro lojano, conocido como el pintor de las manos. Allí hay dos estudios desde donde se puede apreciar el río, que en días de lluvia aumenta su caudal y se producen rápidos que borbotean y se vuelven blanquecinos.

La propiedad es grande y de los pocos árboles existentes, palmeras, principalmente, el que destaca es el de aguacate, que se encuentra en una pendiente hacia el río, que ruge siempre como ruido de fondo.

La Posada de la Soledad y el acceso al río. #Kingman #theta360 – Spherical Image – RICOH THETA


Francisco es el custodio del espacio y, como el árbol de aguacate, es único:  simpático, amable y con una facilidad de hacer que el espacio sea aceptado como propio.

“Vaya por donde quiera, si ya conoce. Y si no conoce, descubra. Si no quiere ir solo, lo acompaño y conversamos sobre Eduardo Kingman”, dijo.

Los rincones son entrañables, aunque aún no hay una propuesta (museográfica, cultural, educativa y de investigación) definida, a pesar de las actividades disímiles y las exposiciones temporales.

La Posada de la Soledad es una oportunidad cultural para la población del valle de los Chillos para desarrollar actividades artísticas y de gestión, pero más que nada es un lugar para imaginar y hacer que la comunidad ejerza su ciudadanía con el compromiso de cuidar el patrimonio.

El entusiasmo de Francisco y la confianza que le entrega al visitante son la mejor motivación para regresar. La casa de Kingman es un legado que debe proseguir con el nombre del maestro y las actividades artísticas y culturales son una promesa para la gente, para su desarrollo y su enriquecimiento espiritual.

Al subir del río, el árbol de aguacate nos regaló un fruto y Francisco dijo que ese era un obsequio de la casa. Sin duda, el mejor “souvenir” que nos hayamos llevado de un centro cultural.